abril 06, 2007

Devocionario de Santa Catalina

Ana Rossetti, Los desposorios místicos de Santa Catalina (Murillo)
Museo de Cádiz, 13 de marzo de 2007


La asociación Qultura convoca una vez al mes el ciclo Voces en el museo, dedicado al encuentro entre la literatura y el arte y, en concreto, al diálogo vivo entre la escritura de autores contemporáneos y las piezas artísticas que pueblan el Museo Arqueológico y de Bellas Artes de Cádiz. En las últimas convocatorias, Gustavo Martín Garzo habló, en medio de Zurbaranes, de la blancura de los monjes de Zurbarán y de la blancura del papel vertiginoso al que se enfrenta el escritor, y José Manuel Caballero Bonald hizo lo propio sobre un sencillo y enigmático vaso fenicio; en las semanas siguientes serán las estelas funerarias y los frágiles lacrimarios los objetos del diálogo. El pasado 13 de marzo Ana Rossetti desgranó la leyenda y la historia de Santa Catalina de Alejandría al pie de Los desposorios místicos de la santa, obra de Murillo. Éste es el texto de presentación.
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Muchas gracias a la asociación Qultura por contar conmigo en este programa de Voces en el Museo, y en especial muchas gracias a mi buena amiga (literalmente ambas cosas: buena y amiga) Ana Rodríguez Tenorio, por si no lo saben la mejor escritora residente en Cádiz que conozco: eso que ha perdido el Diario y eso que hemos ganado quienes recibimos sus correos electrónicos y sus “cositas escritas”, como ella suele llamarlas.

Ana Tenorio me ha encargado presentar a Ana Rossetti para que ella hable de Los desposorios místicos de Santa Catalina, así que –de momento- todo queda entre señoras. La Santa Catalina de Murillo es esa pintura grande y hermosa que un afortunado día llegó al Museo desde el Convento de Capuchinos, y que retrata la escena sin tiempo de la bienaventurada mártir accediendo a la intimidad divina. Ana Rossetti es esta mujer grande y hermosa que a los ateos y malhablados jóvenes de mi generación nos enseñó que los héroes y los santos tienen mucho más a flor de piel el deseo de lo que parece, y que la espiritualidad no está reñida con la carne. Ni muchísimo menos.

Ignoro si Ana Rossetti ha elegido a Santa Catalina o ha sido la santa quien le ha pedido que pregone su martirio y milagro. En cualquier caso, la gente se encuentra cuando se tiene que encontrar y los desencuentros no pasan a la historia. Me pregunto –me he preguntado estos días atrás, revisando sus libros- si la de Alejandría y la de la Isla de León ya llegaron a decirse cosas en el corro infantil de la memoria, si hubo ya allí ciertos devaneos místicos de la una y terrenales de la otra. Y no me cabe duda. Lo más seguro es que la escritora fuera más consciente que ninguna de las niñas de la rueda cuando cantaba En la baranda del cielo / hay una dama sentada / vestida de azul y blanco / que Catalina se llama, / levántate, Catalina, / que Jesucristo te llama… De no ser así, jamás hubiera alcanzado a ver, con muy pocos años, que el verso es, más que nada, una forma de conocimiento de lo que a la mayoría de los seres humanos se nos oculta.

Blandiendo esta arma –la del verdadero verso- Ana Rossetti irrumpe en la poética de los ochenta y nos deja boquiabiertos –y excitadísimos, todo hay que decirlo- con cuatro libros muy importantes: Los devaneos de Erato, Dióscuros, Indicios vehementes y Devocionario. Alcanza ya con el primero a obtener el Premio Gules de Poesía, y con el tercero a proponerse otras búsquedas, que como siempre se adelantan a la moral de la moneda en curso de cada momento, arañando principios acomodaticios.

Quizás se esperara en los ochenta que una mujer que recién empuñaba la pluma de la poesía tenía que hablar irremediablemente en términos denotativos y domésticos del sexo por conquistar y de la libertad debida por la historia. No fue así. A Rossetti, por su cuenta y riesgo, ya le había dado tiempo a conquistar el placer y a ser libre dentro de los uniformes de cuello duro y de la obligación de dormir con las piernas cruzadas que, a todas, nuestras respectivas monjas escolares nos impusieron. Pero creo que lo más importante de los Devaneos de Erato y de los primeros libros es el discernimiento lúcido de que la experiencia intelectual, la emotiva y la de la carne no pueden ni deben ser discernidas. Me sigue deslumbrando en ese sentido lo trascendental que para la vida llegan a ser la seda y el moaré en aquellos poemas, y la agitada representación que del propio amor de juventud obtenía con la lectura de los devaneos de Cibeles, Artemis, Julieta o Isolda.

Pero hay más. En una entrevista concedida a Jesús Fernández Palacios –ya saben, el marido de la mejor escritora de esta ciudad- en 1983, Ana Rossetti advierte que “en los Devaneos hay algo que ya no me funciona estéticamente. Demasiado Apolo Suróctono. Y todo en esta vida no van a ser curvas praxitélicas habiendo existido un James Dean, por ejemplo”. A mi modo de ver, ese propósito de pensar en la creación como un continuo “de aquí en adelante” se convierte en vital también temprana y milagrosamente. Parece en buena medida ser lo responsable de la incorporación a su escritura de lo místico, y también de lo infantil y también de la intimidad doméstica, pero no domesticada, que sucesivamente van gestando un mundo propio (pero a nadie ajeno) indistintamente formulado en el verso y la prosa.

Devocionario, que obtuvo el Premio Rey Juan Carlos de poesía en 1985, ya tiene todas esas claves. Ya hubiera entendido allí la autora que esta Santa Catalina de Murillo pertenece a la órbita más apasionada del amor en la misma medida que a la memoria infantil, tanto a la aventura mundana como a la mesa camilla, igual a la experiencia de desprenderse de lo tangible saliendo “a oscuras y en celada” del propio cuerpo, que a la de la “regalada llaga” y turbadora herida de la sangre.

Entiendo que los premios, para la obra de Rossetti, no han tenido el sentido de “es el mejor texto presentado”, sino el de “es la única que se atreve a decirlo”, lo cual debe haberse hecho siempre tan evidente que su escritura no ha tenido más remedio que ser digerida por quienes se han ido quedando sin argumentos. El de la Sonrisa Vertical de Novela Erótica, por ejemplo, para Alevosías, habla de ello, y establece un antes y un después para quienes quisieren componer con el erotismo un discurso válido. Y lo mismo diría yo del Premio Meridiana, concedido por la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres. A una autora que jamás se ha desenvuelto con consignas parciales sobre el asunto, sino desde la convicción intuitiva de que somos todos interlocutores en la cama y en la palabra o esto no tiene sentido.

La Medalla de Plata de Andalucía otorgada por el conjunto de su obra me hace, en fin, pensar en tal conjunto, al que no encuentro tan diverso, heterogéneo y pluritemático como algunos, con la mejor intención, han apuntado. El paso del verso a la novela, de ésta al cuento, los paseos por el teatro de la escritura de Rossetti, sus baúles para niños repletos de momias, de lluvia o de piratas, son, más que piezas disímiles, piezas de una vidriera luminosa que todavía se está completando, a la manera de las estrofas del Cántico Espiritual de su querido San Juan: imposible –por inconveniente- caminarlas con una guía de migas de pan; de retos idénticos para quien lee: renunciar a la pereza, abandonarse a la confusión, mezclar el propio olor y la propia memoria con lo que allí se convoca. En fin, reconocerse.

No sé -como decía- si Ana ha elegido el cuadro, pero no cabe duda de que Santa Catalina, liberada de su rueda de cuchillos y navajas por los ángeles y ejecutora moral de un padre que –como tantos- sólo quería lo mejor para ella, no podría haber tenido mejor comentarista. Tiene la palabra, de aquí en adelante, Ana Rossetti.