octubre 08, 2006

Votos en blanco


Si pensamos que hasta 1945 no se permitió votar a las mujeres en Francia e Italia, que la Argentina de Perón (y sobre todo la de Eva Perón) dio el paso en 1947, y que países como Suiza se demoraron hasta 1971 para “aceptar” el voto femenino, el hecho de que en España las Cortes Constituyentes de la II República aprobaran el sufragio de todos y todas en 1931 puede darnos una idea aproximada de hasta qué punto fuimos temprana y ocasionalmente civilizados. Pero nos da también una idea de la desolación social y moral que acarreó la Guerra Civil y la Dictadura, postergando el derecho conquistado cuarenta años, y aplazando hasta 1975 el reconocimiento de una plena capacidad jurídica para las mujeres.

Los medios lo han contado en estos días hasta la saciedad: el convincente discurso de Clara Campoamor ante las Cortes el 30 de septiembre de 1931 en defensa del electorado femenino logró arañar los votos suficientes para que el 1 de octubre su propuesta triunfara, pese a los argumentos en contra esgrimidos por otra diputada, Victoria Kent, quien temía que la participación de las mujeres en las urnas implicara el triunfo de la derecha y aconsejaba, por ello, esperar a que las españolas estuviesen lo suficientemente formadas como para afrontar tal responsabilidad. El que el estreno del sufragio universal en las elecciones de 1933 diera la victoria a la derecha vino a confirmar tales temores y condenó a Campoamor a un primer exilio, puesto que sus propios compañeros de los partidos de izquierda la culpabilizaron del fracaso, apartándola de la vida política. Tres años después, como es sabido, la diputada radical emprendería el exilio definitivo, en el que murió en 1972.

El debate mantenido entre la izquierda y la izquierda (entre Kent y Campoamor) tiene, en cierto sentido, todavía vigencia, por mucho que sea evidente el derecho incondicional de las mujeres a votar. Aquel debate, en fin, tenía como sustancia el miedo y la dependencia, lacras que la mujer sigue padeciendo tras doblar la esquina del siglo XXI. Kent argumentaba que una población femenina con un 45% de analfabetismo y sin práctica alguna en la vida pública durante siglos se traduciría en un electorado profundamente sujeto a las decisiones de quienes sobre las mujeres ostentaban el poder, a saber: la Iglesia y el marido; y argumentaba que el temor a Dios y la resistencia a provocar discordias domésticas llevarían a las mujeres a depositar un voto esclavo. El propio temor de la izquierda a desbaratar la recién estrenada República por esta vía llevó así a proponer soluciones pintorescas, como la expuesta en el anteproyecto de ley de 1931, que sólo daba el voto a solteras o viudas, o el intento de elevar la mayoría de edad electoral de las mujeres a los 45 años. Dejando a un lado el chiste de que el electorado femenino realmente “preparado” (solteras y viudas letradas, ateas y mayores de 45 años) quedaba reducido desde estas consideraciones a un porcentaje ínfimo (frente al 100% de los hombres), el error básico de tal planteamiento parece residir más en dos factores muy de actualidad: lo oportuno o no de las actitudes paternalistas en la lucha por la igualdad de sexos, y la creencia de que la libertad y el pensamiento crítico inclinan al ser humano hacia posturas de izquierdas, y la sujeción emocional e intelectual hacia el extremo contrario.

Partir de tales presupuestos equivale a pensar, por una parte, que las mujeres (de algún modo inferiores) necesitan un guía superior que las oriente y conduzca por la mejor senda y, por otra, que el voto femenino, por serlo, tiene una determinada inclinación, como así se le supone al voto inmigrante o al voto homosexual.

Sobre lo primero se podría argumentar que las actitudes paternalistas sobran en el reconocimiento de sus derechos a las ciudadanas, pero no así las medidas de protección, con las que muchas veces aquéllas se confunden. Hay ahora, por ejemplo, un rechazo de la izquierda al ademán proteccionista que pueda implicar la aplicación de la Ley Integral de Violencia de Género, la cual sin embargo viene demostrando sus carencias precisamente por no ofrecer la protección suficiente. Se refería a ello hace unos días la Secretaria General de Políticas de Igualdad, Soledad Murillo, al defender que “no hay indicadores que nos digan que la ley no funciona, puesto que el 80 por ciento de las mujeres que han fallecido lo han hecho sin denunciar”. Lo que significa, por tanto, que la ley no funciona, o por lo menos no en la medida o en los momentos en que debería. Las que han muerto sin denunciar probablemente no han llegado a la denuncia por miedo: en consecuencia, la ley no nos ha quitado el miedo. A tres cuartos de siglo del derecho a las urnas, seguimos con el miedo en el cuerpo y los votos de las que ya se fueron sin denunciar y de las que, siguiendo aquí, nunca van a hacerlo, son votos en blanco.

¿Tiene, por lo demás, el voto femenino una determinada inclinación?, ¿es per se de izquierdas o de derechas? A primera vista, el que se trate de un colectivo históricamente oprimido nos haría situarlo en una predisposición a posturas de izquierda, liberadoras al menos de los yugos tradicionales. Pero esperar eso es cuando menos ingenuo. En Brasil, por ejemplo, la ausencia del voto de las mujeres (de diez millones de mujeres nada menos) ha traído a Lula de cabeza, puesto que, según los expertos, su tono vehemente, el pelo, la barba y el hecho de no prodigarse en apariciones públicas como amante esposo le restaba el apoyo femenino. ¿Cómo habría interpretado eso Victoria Kent? Las dependencias, los miedos y la desconfianza siguen impidiendo la aparición de pleno derecho de las mujeres como electorado, dejando así muchos votos en blanco.

Publicado en La Voz de Cádiz, el 7 de octubre de 2006