marzo 09, 2007

Dejar vivir: feminismo y pedagogía

Mujeres y hombres presenciando una
representación de teatro de las Misiones Pedagógicas

Entre 1900 y 1936 (y esta última frontera no es, como en otros casos de la Historia, simbólica, sino ferozmente real) el proceso de liberación de la mujer de las añejas estructuras patriarcales tuvo un sesgo marcadamente pedagógico. El krausismo y su hija predilecta en España, la Institución Libre de Enseñanza, promovieron la idea esencial de que sólo una reforma profunda y responsable de la educación podría garantizar cierto futuro al anhelo de igualdad entre hombres y mujeres. Los intelectuales noventayochistas, primero, y, después, la generación que dio a nuestra cultura productos tan brillantes como el grupo del 27, actuaron unánimemente desde sus respectivos campos de trabajo, explotando de éstos la dimensión educacional que cualquiera de ellos pudiera tener.

Eran los herederos del proyecto ilustrado -no del todo desvanecido por el romanticismo tradicionalista que había campeado por la cultura española del siglo XIX-, pero proponían una nueva Ilustración, crítica por lo demás con las blandenguerías de Rousseau. En tal sentido se expresaba un hombre de ideario emblemático, Manuel B. Cossío, fundador de las Misiones pedagógicas: “De ahí que la acción de educar no pueda limitarse, como piensa Rousseau, al hecho de dejar vivir. Es preciso dejar vivir. Pero es, además, necesario vivificar, hacer vivir, dar vida, es decir, proporcionar las condiciones y los medios indispensables para que sea posible una vida auténtica y plena. Es preciso vivir. Pero es, además, indispensable vivir bien”. Las Misiones Pedagógicas –de breve pero intenso trecho vital, entre 1931 y 1936- cumplieron con el noble propósito de construir diálogos hasta entonces imposibles: el de campo-ciudad, y el de hombres-mujeres, basados no sólo en la “redención” del campesinado o de la mujer, sino en la recíproca valoración de los interlocutores y en el reconocimiento de todos como ciudadanos con plenitud de derechos.

En esas tres décadas largas que culminaron en la labor de las Misiones sucedieron cosas trascendentales, y lo más trascendental es que sucedieron no a golpe de decreto ni a nivel de la epidermis de la cultura (la de elite), sino en el trasiego y el murmullo aldeano, y en el cimbreo diario de la cultura popular urbana, en continua transformación. Los testimonios y documentos que de aquello quedan son una minúscula punta de iceberg, pero insinúan tanto lo que estaba pasando y no llegó a pasar que causan estremecimiento.

Hacia 1915, por ejemplo, Faustina Álvarez se convirtió en la primera Inspectora de Enseñanza Primaria de la historia del magisterio español. Era leonesa, pero el destino la llevó hasta una aldea asturiana, Besullo, donde nacieron sus cinco hijos. Entre ellos, Alejandro que, andando el tiempo, se apellidaría Casona y plasmaría en un teatro lleno de humor y pedagogía (Nuestra Natacha u Otra vez el diablo) las ideas libertarias y feministas de su madre. Al tiempo que estas piezas del hijo de doña Faustina se estrenaban en Madrid, Jimena Menéndez Pidal –hija esta vez de Menéndez Pidal, de la Institución Libre de Enseñanza y, sobre todo, de María Goyri, la primera alumna que pisó un aula universitaria- revolvía las convicciones y las leyes de la academia para que le permitieran estudiar lenguas clásicas, cosa que por supuesto consiguió. Por los mismos años, una actriz genial para todos y extravagante para unos cuantos, Margarita Xirgu, dominaba las tablas de ese teatro popular y pedagógico que le escribía Casona e interpretaba un papel masculino en cierta obra que dejó a muchos perplejos y dubitativos. A la vez, en 1929, un autor controvertido que habría de acabar sus días años después en el Penal del Dueso, Cipriano Rivas Cherif, estrenaba el primer drama de la historia del teatro español con conflicto lésbico, adelantándose así a la propuesta Lorquiana de El público, pero sin oportunidad de sentar grandes precedentes, puesto que la todavía vigente Dictadura de Primo de Rivera retiró pronto la obra de los escenarios.

Así las cosas, los años treinta se abrieron con república, escuela y teatro, entendidos como un mismo viaje de ida sin posibilidad de vuelta. Las Misiones Pedagógicas –como adelantaba- llevaron a más de cinco mil pueblos españoles pequeñas pero enjundiosas bibliotecas (cada una de un centenar de libros) para que en los niños y niñas prendiera el placer de la lectura; los libros eran custodiados por los maestros (se declinó la idea de hacer responsable a los párrocos), que igualmente fueron depositarios de los discos, gramófonos, rollos de cine y resto de material con que los misioneros pretendían esparcir lo que llamaron la “cultura de la felicidad”. Por aldeas, calles y plazas paseó el teatro ambulante de La Barraca, que a veces se cruzaba en los caminos con el Teatro del Pueblo, creado por Cossío y dirigido por Casona. El Teatro del Pueblo llevaba en su repertorio farsas, jácaras, entremeses y otras piezas breves de los autores del Siglo de Oro, y también adaptaciones que casi sobre la marcha hacían los entusiastas misioneros para que su público se acercara a Cervantes o a Boccaccio. En los escenarios improvisados y en las aulas infantiles pudo escucharse entonces a los espontáneos actores declamar parlamentos como éste: “- Eso no, querido. Los hombres lleváis demasiado tiempo haciendo justicia y ya tenéis callos de costumbre. Ahora, por una vez, vamos a hacer justicia las mujeres… ¡Prevengan sillas!”.
Publicado el La Voz de Cádiz el 8 de marzo de 2007