abril 25, 2006

Algeciras, territorio de narradores


Presentación del libro de relatos de Manuel J. Ruiz Torres, La cuerda floja (Fundación Municipal de Cultura José Luis Cano, 2004)
Algeciras, 30 de abril de 2004

Presentar un libro –no nos engañemos- es esencialmente, para quien lo presenta, un acto de exhibicionismo como lector, y en buena medida también una prueba: ¿es el presentador un lector competente? ¿sabe desentrañar del texto las pistas que el autor consciente o inconscientemente ha ido esparciendo y que le dan a la lectura un sentido? ¿comunica al público su admiración por el libro y prepara bien el terreno a futuros lectores?. Todo eso. Lo cual da una idea de hasta qué punto el presentador, como cualquier lector al fin y al cabo, pero en este caso en público, al hablar del libro, habla, sobre todo, de sí mismo.

En la misión que se me ha encomendado de presentar el tercer libro de relatos de Manuel Ruiz Torres, La cuerda floja, este exhibicionismo se hace hipérbole, hasta el punto de relegar lo de ponerse a prueba a un segundo plano. Me explico. De los relatos de La cuerda floja conozco su génesis, sé que fueron antes de ser escritura; a algunos de ellos he podido leerlos a medida que se hacían, conociendo una tarde un inicio, un personaje, y añadiéndose, en los días siguientes, el resto de las voces, de los espacios y de las anécdotas hasta hacerse cuento; y hay más: mi propia vida, mi memoria, algunas de mis penas más íntimas y muchos de mis más felices recuerdos son referentes aquí proyectados. No diré que La cuerda floja habla de mí (se que la ficción, en cuanto que ficción, gracias al cielo es mentira), pero les puedo asegurar que, como protagonista o como testigo, personajes de estos cuentos que no llevan mi nombre hablan con frecuencia en mi nombre, lo cual, antes que nada, agradezco profundamente al autor, que aquí también, a través ahora de la literatura, me explica cosas que yo nunca supe explicar.

Puedo, en fin, hablar de La cuerda floja desde esa atalaya privilegiada que les cuento, pero siendo Algeciras la ciudad donde se estrena el libro estoy obligada, antes que nada, a hablarles de la intimidad que entre este territorio y el hecho de narrar existe, algo que por descontado puede ayudarnos a conocer ya ciertas claves de esta colección de relatos.

Llegué por primera vez a Algeciras de la mano de Manuel Ruiz Torres hace diecisiete años, comenzando entonces un descubrimiento que todavía me depara algún elemento nuevo cada vez que cruzo la frontera mágica y nebulosa de Pelayo y visito –siempre con la sensación de que se trata de un sueño- esta ciudad. La primera vez que dormí aquí lo hice en un piso franco, frente al parque, en el que convivían un grupo de opositores a funcionarios de prisiones, unos cuantos poetas y algún periodista. La casa, al menor uso del cuarto de baño, se inundaba como el Macondo de García Márquez en la época de las lluvias torrenciales y, como en aquel Macondo, las gentes que la habitaban seguían placenteramente su vida con dos palmos de agua bajo sus rodillas. La primera vez que vine a la feria me asombré viendo cómo, a altas horas de la madrugada, un grupo de británicas dirigidas por un particular coreógrafo algecireño, ganaban un concurso de sevillanas, al término del cual una popular tienda de lencería femenina repartió bragas de fantasía entre el público. Otra vez, de la mano de Juan José Téllez y de Guillermo Pérez Villalta, me sobrecogió el alma contemplar la capilla levantada por El Niño de las Coles en medio de un descampado de los alrededores de la ciudad: toda una ermita construida con puertas, barandales, cabeceros de cama, restos de sillas y un sinfín de material de presunto desecho al que ni yo ni nadie que no haya nacido aquí imaginaríamos convertido en arte.

No sé si me explico. Muchas más escenas como éstas de las que hablo son las que me dan una idea cierta –pero siempre onírica- de Algeciras, a la que irremediablemente tengo que vincular a la literatura aunque ustedes, los algecireños, vivan con normalidad este estado surrealista de la existencia.

Siendo la literatura un estado virtual de las cosas, en el que las cosas deshacen sus relaciones lógicas –quiero decir- para reordenarse en una nueva lógica que es el arte, esta tierra es eminentemente literaria y, más concretamente, pura narración. Es lógica, por tanto, la abundancia y la calidad de sus narradores, y la inclinación de todos ellos por un relato en el que dicen no inventar nada, sino simplemente llevar al papel lo que ven. Manuel Ruiz Torres es uno de ellos –me parece que el mejor- y esta Cuerda floja una muestra de esa percepción literaria esencial de la que hablo.

Los nueve relatos que forman el libro no parten de un referente exótico ni críptico: las anécdotas recorridas –soy testigo, como les he dicho- son parte de la cotidianidad de cualquiera de nosotros. Sin embargo, en el proceso de la alquimia, La cuerda floja deviene en un espacio circense en el que, desde el primer número hasta el último, desfila todo un universo imaginario: los arriesgados acróbatas, saltimbanquis venidos de los más lejanos rincones del mundo, un bestiario de animales salvajes del todo cinematográfico, o un avezado prestidigitador que provoca el misterio y el asombro haciendo aparecer y desaparecer ante nuestros ojos gigantescos objetos. Como en otros libros del autor, éste pide una inmersión completa, reclama ser leído de cabo a rabo, porque la primera página y la última son puertas de entrada y de salida a una inmensa cueva –o a un circo si quieren- en la que vivimos una experiencia trascendental de la que podemos salir transformados. Léase aquí que la aventura está contada, entonces, en los términos en los que por muchos siglos se ha planteado. Léase, entonces, por no remontarnos demasiados siglos atrás, que el espacio clausurado de los nueve relatos reproduce el de la Peña Pobre del mítico Amadís de Gaula, en la que el héroe permanece cuarenta días y cuarenta noches delirando y, en el delirio, accediendo a la revelación de la verdad; léase que también reproduce el de la Cueva de Montesinos, habitada por el delirio de Don Quijote en imitación de Amadís; o asimismo el viaje a las tinieblas de Virgilio de la mano de Dante.

La literatura como viaje iniciático impone además, una serie de convenciones que aquí se cumplen a rajatabla. No sólo en la colección, también en cada uno de los relatos existe, lo primero, un entorno espacial que limita las fronteras de la experiencia y, en ese espacio, unos personajes que, en el tiempo que dura la aventura, viven en una identidad ajena a su devenir cotidiano: igual que Amadís no es Amadís, sino Beltenebros, en lo que dura su delirio; o igual que Don Quijote no es Don Quijote, sino El Caballero de la Triste Figura, en lo que dura el suyo. Ese convencimiento de que lo literario sólo tiene posibilidad de existir en un universo clauso, que escapa a las coordenadas de la realidad percibida por los comunes, es lo que me parece que debe este autor y otros al espacio onírico del Campo de Gibraltar en el que han crecido. Piensen por un momento: viven todos ustedes en un territorio marcado por las fronteras, más allá de la cuales existe otra cosa muy distinta: la frontera geográfica de la Sierra que los aisla, la frontera política de la Roca, lindando nada menos que con un imperio extraño, la frontera del mar, adosada a un continente con otro color y con otro dios. Irremediablemente, debe ser así la literatura que desde aquí se genere.

Y voy a lo concreto. Cada uno de los cuentos de La cuerda floja es, en definitiva, un espacio para la aventura en el que conocidos, amigos, familiares, vecinos, el propio autor y –como les decía- yo misma, viajamos transfigurados en otros nombres cuya falsedad –cuya literariedad- hace posible la comprensión de la anécdota real que da vida a cada relato.

Una noche de carnaval, por ejemplo, limitada entre el ocaso y el amanecer, revela a Ágata el verdadero significado del amor, incomprensible para ella en el trajín cotidiano de la supervivencia: eso pasa en Acróbatas. El día de la primera comunión y, en un espacio muy constreñido, el del tranvía jardinera que recorre el camino de Cádiz a San Fernando, revelan al niño el verdadero significado de la muerte, incomprensible para él en la abstracción del cuerpo de Cristo que le espera en cada misa dominical: eso pasa en Recordatoria. El territorio estrecho de los escasos veinte kilómetros que separan Europa de África revelan al inmigrante el sentido de su riesgo y nos dejan, a los lectores, acceder a la verdad de la vida: eso pasa en Horizontes lejanos. Sólo los límites del jardín permiten respirar al abuelo de Abel, para quien la frontera de la calle es la amenaza de la confusión y la certeza de la asfixia: eso pasa en El jardín de las hortalizas. Sólo es posible entender la envidia, la crueldad y la bondad del ser humano en el clausurado espacio de un pequeño bloque de viviendas, parábola definitiva de las guerras y de los acuerdos: eso pasa en La perrera. Únicamente, en fin, en la atrincherada soledad de un pueblo de la Sierra es verificable el peso de la memoria y de la historia de todos en cada uno de nosotros: eso pasa en El robo de la custodia.

Sabiendo como sé que la lectura recurrente de Manuel Ruiz Torres es el Robinson Crusoe de Defoe; y sabiendo que su imaginario infantil se ha hecho en esta otra isla que es Algeciras, me parece lógico, por tanto, que su narración se haga siempre desde la autoridad con que un Robinson integra a otros posibles habitantes de su soledad. Todos los personajes de La cuerda floja fueron un día personas que arribaron a la costa del autor y a los que él, incapaz de interpretarlos desde la realidad de la que emergían, cambió el nombre y el oficio, haciéndolos literatura: “Te llamaré Viernes”.