mayo 28, 2006

Crímenes ejemplares (exilios de Max Aub)

Los publicó Max Aub, por primera vez, en México D.F., en 1957, arguyendo en el prólogo (Confesión) que se trataba de "material de primera mano", confesiones recogidas a asesinos de Francia, España y México: "Todos desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevó al crimen, sin otro que dejarse arrastrar por su sentimiento". Sigue diciendo Aub que los mejores testimonios los extrajo de los cuerdos, y que los locos, en contra de lo previsto, le resultaron decepcionantes.

Esta es una pequeña antología de esos Crímenes ejemplares que procura evitar la monotonía, que es otro crimen.



* * *

Yo estoy seguro que se rió. ¡Se rió de lo que yo estaba aguantando! Era demasiado. Me metía y me volvía a meter la fresa sobre el nervio. Con toda intención. Nadie me quitará esa idea de la cabeza. Me tomaba el pelo: "que si eso lo aguantaba un niño". ¿Acaso a ustedes no les han metido nunca esas ruedecillas del demonio en una muela careada? Debieran felicitarme. Yo les aseguro que de aquí en adelante tendrán más cuidado. Quizá apreté demasiado. Pero tampoco soy responsable de que tuviese tan frágil el gaznate. Y de que se me pusiera tan a mano, tan seguro de sí, tan superior. Tan feliz.


* * *

- Un poquito más.No podía decir que no, y no puedo sufrir el arroz.- Si no repite otra vez, creeré que no le gusta.Yo no tenía ninguna confianza en aquella casa. Y quería conseguir un favor. Ya casi lo tenía en la mano. Pero aquel arroz...- Un poco más.- Un poquitín más.Estaba empachado. Sentí que iba a vomitar. Entonces no tuve más remedio que hacerlo. La pobre señora se quedó con los ojos abiertos, para siempre.


* * *

Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía.


* * *

Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.


* * *

Estábamos al borde la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras del otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.


* * *

Mató a su hermanita la noche de Reyes para que todos los juguetes fuesen para ella.


* * *

Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga hablar, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.


* * *

¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado... ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en toditita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda allí a chutar como Dios manda.


* * *

FE DE ERRATAS:

Donde dice:
La maté porque era mía.
Debe decir:
La maté porque no era mía

mayo 19, 2006

Cereza roja sobre losas blancas: poesía


Maram al-Masri
Cereza roja sobre losas blancas (ed. bilingüe), Murcia, Lancelot, 2002
Te miro (ed. bilingüe), Murcia, Lancelot, 2005

(Ambos libros coeditados por el Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia y la Consejería de Educación y Cultura de Murcia)


Nacida en Lataquia (Siria) y formada en Damasco, Maram al-Masri (1962) lee sus cerezas en un árabe susurrante, pero del todo inteligible desde el corazón, en donde los sonidos traducen(antes de que lo haga el intérprete) el exacto significado de cada palabra.

Habría, por tanto, que procurar que alguien nos leyera estos poemas en voz alta antes de leerlos en privado. Su sentido primordial está en la voz, casi en el canto, del todo en el canturreo salmódico que una mujer tras otra, durante siglos, en todos los lugares, ha entonado veladamente. Cada poema es una gota brevísima y compleja, con la apariencia sencilla de las gotas de sangre, y con el contenido también sanguíneo de millones de células convocadas en rojo. La experiencia universal destilada.

Sólo desde la comprensión sensitiva de una jarcha, de un tanka, es posible la imposible tarea de determinar aquí la estilística. Y ni aún así. ¿Cómo es posible?, nos preguntamos al oír cada poema.

Quizás haya algún secreto vinculado a lo moral. Tal y como nos obliga el día a día, la moral tiene un tiempo, un hábito doloroso y un color pajizo y triste. Tal y como sospechamos con cierta clandestinidad, la moral es un vestido sin diseño previo, adaptable a cada cuerpo, y básicamente tejido de decencia y de respeto a uno mismo.

*
Soy la ladrona de los caramelos,
ante tu tienda
mis dedos se quedaron pegados,
y no conseguí
llevarme ninguno a
la boca.
*
Qué estupidez
al mínimo roce,
mi corazón se abre.
*
Golpes en la puerta.
¿Quién es?
Escondo el polvo de mi soledad
bajo la alfombra,
compongo mi sonrisa,
y abro.
*
Entran en nuestra vida
como arroyuelos;
y de repente
nos ahogamos en ellos,
y ya no sabemos
quién nos dio
el agua o la sal,
ni quién
dejó en nosotros
esta amargura.
*
Ella me abre
sus amplias puertas.
Me llama
y me empuja a abalanzarme,
libre,
hacia su espacio,
y como un pájaro
ante la puerta abierta de su jaula
no me atrevo.
*
Arden en llamas los árboles
al tocarlos
con mis dedos.
*
La anudo
entre la mandíbula y el paladar
con un pañuelo blanco
que aprieto en mi nuca,
como a los muertos
como a los prisioneros
para que, la palabra,
no estalle.
*
Esperaré
a que duerman los niños,
para dejar
que el cadáver
de mi fracaso
flote en la superficie.
*
Como me pediste
lavé los platos
fregué el suelo
limpié los cristales
planché las camisas
y leí a Dostoievski.

El malicioso tiempo que
normalmente vuela estando contigo
tic tac
tic tac
comenzó a caminar
*
Mi alegría y yo
esperamos
el aleteo de tus pasos.
*
Maté a mi padre
aquella noche
o aquel día
ya no lo sé,
huyendo con una sola maleta
que llené de sueños sin memoria,
y una fotografía
mía con él
de cuando era pequeña
y me llevaba en brazos.

Enterré a mi padre
en una hermosa caracola
en un profundo océano,
pero me encontró
escondida bajo la cama
temblando de miedo
y de soledad.
*

mayo 16, 2006

Cuando todos fumábamos


En la primavera de 1984 la muerte de Julio Cortázar hizo que durante semanas la Facultad de Filosofía y Letras de Cádiz se convirtiera en el lado de acá y el lado de allá. Aquella fiesta de luto fue recordada veinte años después, en la primavera de 2004, por un congreso (Veinte años sin Cortázar) y una exposición de viejas fotografías que Nieves Vázquez, la coordinadora del Congreso, tituló Cuando todos fumábamos. Este es el texto que comentaba aquella exposición. Está dedicado a todos los que en él se mencionan, a todos los que allí estaban y a todos los que fumaban. Besos para todos.

* * * * * * * *

Recibí las fotos que componen esta exposición hace tres semanas, por correo electrónico. Me las mandó Nieves Vázquez, con la petición de que hoy hablara -con lo que me puede quedar en la memoria de la alumna que fui en el 84- de aquella fiesta. Desde hace tres semanas (no sé por qué) no hago más que superar tentaciones.

Primero, superé la tentación de abrir los archivos inmediatamente y, antes que nada, escribí a Nieves un e-mail donde le decía que, a la vista de las fotos, iba a llorar larga y tendidamente. Me respondió de inmediato que adelante, pero que me aconsejaba seguir las “instrucciones para llorar” detalladas por Cortázar en Cronopios y famas, cuyo texto me adjuntaba.

A la vista de las “instrucciones para llorar” superé la tentación de llorar, puesto que no me creo capaz de seguir la disciplina científica desarrollada por Julio y un llanto que no sea de cronopio es simplemente una ridiculez.

Al leer las “instrucciones para llorar” me dieron unas enormes ganas de releer a Cortázar y rebusqué en las estanterías hasta apilar todos sus libros pero, a la vista de las fotos del 84, renuncié también a esa tentación, porque creo que mi deber, hoy, es contarles lo que pasó y no lo que yo ahora entiendo que pasó.

Pasé, por tanto, las fotos una y otra vez por la pantalla del ordenador y tuve la tentación de redactar una memoria elegíaca de lo jóvenes que éramos, de cuánto queríamos a Julio, de qué generación la nuestra tan ilusionada y tan original y tan culta y tan patatín patatán. Así que superé esa tentación, con el propósito honrado de contarles cómo éramos de verdad.

A medida que iba viendo las fotos, me rendí varias veces a la tentación del zoom y, creyéndome personaje cortazariano de Las babas del diablo, pasé algún tiempo acercando hasta el extremo las imágenes para intentar reconocer quién era quién, con quién hablaba cada quien, quién reía, quién fumaba, quiénes se estaban enamorando, quiénes discutiendo... con la intención, en definitiva, de ofrecerles un catálogo exhaustivo de quiénes estuvieron allí. Renuncié a tal propósito (y superé, por consiguiente, una nueva tentación) por varias razones:

a) Toda foto es un segmento –espacial y temporal- de una realidad mucho más amplia. Suelen quedar, por tanto, fuera de los márgenes de la fotografía muchos de los detalles que la explican, y sobre todo quedan fuera de la fotografía el sonido, el olor, el color del día y el tacto de la mano de la novia del fotógrafo, todo lo cual hace ininteligible ciertas imágenes.
b) La propia vida es, también, un segmento espacial y temporal, a veces incluso menos nítido que una fotografía. La conclusión es que sólo soy capaz de reconocer en las fotos a apenas un diez por ciento de los que están, y les puedo asegurar que eran todos los que estaban. Así que ¿quién soy yo para relegar a nadie al olvido?

La última tentación que superé fue la de no venir hoy aquí. Convendrán conmigo en que esto es un ejercicio de memoria nada saludable; muy literario, si quieren, pero nada saludable. Cuanto mejor memoria tenemos más conscientes podemos ser de cuánto hemos olvidado, y recordar el olvido puede acarrear ansiedad y alguna taquicardia, síntomas de cronopios melancólicos a los que difícilmente una puede dejar de rendirse.

Intentaré, pues, superar ahora, de nuevo, la tentación de llorar larga y tendidamente y les contaré cómo son mis propias fotos, las imágenes que recuerdo de aquel 84. Algo desvelarán sobre lo que queda fuera de los márgenes de estas fotografías que ahora ven, y quizás sirvan de propuesta para que todos los que allí fuimos vayamos completando la galería de imágenes.

En el 84 se estrenó como Rector de la Universidad de Cádiz Mariano Peñalver. Venía de Francia y a las clases de filosofía que impartía en el aula destartalada y fría de la antigua facultad acudían decenas de alumnos de otras carreras y de otras facultades. En ellas, discutíamos calurosamente sobre cuestiones tan poco rentables como las estructuras antropológicas de lo imaginario. Ya saben: Levi-Strauss.

El Decano de la Facultad de Filosofía y Letras era José María Luzón, arqueólogo. A todos nos fascinó su teoría disparatada sobre el caballo de Troya y, durante un tiempo, creímos vivir sobre los fantasmas venerables de Tartessos. Luzón no sólo consintió con entusiasmo que durante dos semanas no asistiéramos a clase y nos dedicáramos a preparar la fiesta de homenaje a Cortázar, sino que, mientras pintábamos los pasillos, levantábamos la Torre Eiffel y preparábamos los solemnes eventos, él paseaba por el centro arengándonos sobre que eso que hacíamos era la verdadera universidad. Y que adelante.

En aquel momento, la facultad era un edificio desvencijado y en amenaza constante de ruina. Algunas mañanas, cuando los militares realizaban prácticas de tiro en el Castillo de San Sebastián, la casa temblaba, y en algún aula aparecía una grieta que amenazaba con dejarnos al cielo raso, todo lo cual solíamos contemplar con cierta indolencia y con muchas ganas de que pasara algo verdaderamente irremediable para no tener la fiesta en paz.

Con la excusa de que allí no había quien viviera, y con las primeras conversaciones entre los alcaldes de la Bahía y la Universidad para que Filosofía tuviera un centro en condiciones, un grupo de alumnos de filología e historia, dirigidos por el Decano, nos echamos a la calle en carnaval con una chirigota que reclamaba un nuevo edificio. Uno de los cuplés decía así:

Filosofía está llena de grietas,
el techo, las paredes, y no como se dice:
que hay muchas rajas, pero no es peligroso
porque ello se debe a que hay muchas gachises.
Algunos dicen que un edificio viejo
es lo más apropiao y es lo que más farda,
pero es que el nuestro está desbaratao
y más bien se parece al coño la Bernarda.
Si no nos dan otro que sea seguro,
que esté un poco más limpio y menos asqueroso,
lo mando tó a tomar por el culo
y me voy a marchar donde diga Barroso.

Las clases de literatura medieval de Chispa, que entonces fumaba –créanme- bisontes sin boquilla, eran otro buen caldo de cultivo para el espíritu reinante. Allí leímos el manifiesto de la nueva poesía postista en la que reclamábamos la estética literaria de las toreritas de Adela Cantalapiedra, a la sazón reliquia franquista de las presentadoras del telediario; allí también sostuvimos un larguísimo debate sobre la existencia real o no del Cid Campeador, en el que Jesús Muriel defendió con pruebas fehacientes que el tal héroe había sido un invento de la posguerra; y allí, en fin, se nos permitió demostrar con abundante bibliografía ficticia que las Coplas a la muerte de su padre no las había compuesto Jorge Manrique, sino otro pobre hombre al que la intransigente sociedad estamentaria había relegado al olvido, dejando así, también, al padre fuera de juego.

Filosofía entró en el Falla por la puerta grande, de la mano de Yusuf y de sus colegas, que inventaron el cuarteto de tres y demostraron que la filología sirve para algo.

En este contexto, quizá pueda explicarse que cuando la noticia de la muerte de Cortázar se extendió por la Facultad la primera y única reacción que hubo fuera: hagamos una fiesta, es lo que le hubiera gustado a Julio. Y supongo que también se explica que en ningún momento, bajo ningún concepto y en ninguna condición, nadie, absolutamente nadie (menos los de siempre, claro) pensara que tenía otras obligaciones que no fueran las de preparar esmeradamente la tal fiesta.

Así las cosas, recuerdo que llegaron cincuenta mil pesetas del Rectorado, las cuales sirvieron para sufragar todos los gastos de infraestructura del acontecimiento. Metros y metros de papel, madera, pintura, luces, escenarios, atrezzo y demás se pagaron con aquellos diez mil duros, a los que no recuerdo que nadie hurtara una sola peseta para pagar el hachís que tanta falta nos hacía para mantener aquel ritmo de trabajo.

De aquellas dos semanas, y del día de la fiesta, tengo, como les decía, unas cuantas fotos guardadas en la memoria. Son imágenes que podrían colorear la rayuela de Julio, porque nos llevaron de la tierra al cielo y porque forman un juego que tuvo sus propias reglas y su propio tiempo, que nos perteneció y nos pertenece, y que a muchos (quisiera creerlo así) nos ha dejado la habilidad momentánea de tirar la china, al azar, y enfrentarnos a la casilla que toque.

Algunas fotos, por tanto:

Rosa Merino, con su voz atiplada e insolente, entraba cada mañana en clase de literatura hispanoamericana y hacía una pregunta que nunca nadie le contestó: “¿Cuándo vamos a comentar los poemas eróticos de César Vallejo?

Alberto Ramos tenía pegada con una chincheta en la pared del despacho una fotocopia del capítulo 68 de Rayuela, ése que comienza diciendo “Apenas él le amalaba el noema...”

Pedro Laria lideraba el movimiento asambleario de los alumnos para que éstos tuvieran una representación del noventa por ciento en el claustro universitario, cosa que nos parecía estrictamente razonable.

En el Patio de los Naranjos, cada dos por tres, y con cualquier pretexto, Marieta Cantos, acompañada por la guitarra de Eduardo, cantaba Alfonsina y el mar.
Susana tenía un novio filósofo del que presumía feliz, pública y constantemente, no por sus conocimientos de Shopenhauer, sino por sus habilidades amorosas. Por su parte, Susana sabía bailar el tango.

Anate presumía de lo mismo, y nos convenció a unas cuantas de que no era una vergüenza llevar preservativos en el bolso.

Rafa Ramírez Escoto y José Manuel Benítez Ariza empezaban a ser poetas y sobre la tarima, entre clases y clase, nos martilleaban con sus rimas.

Ricardo, ajeno a cualquier cosa que no fuera construir la Torre Eiffel, se acercaba cada día más al cielo.

Juan Sáez nos deslumbraba cada mañana con su belleza. Y entonces, la belleza no estaba de moda.

Muchos andaban enamorados de Asun, la bibliotecaria.

En la Biblioteca, por cierto, estaba prohibido hablar, pero era el lugar más acogedor y calentito para las tertulias, el bocadillo y lo que encartara.

Luis Charlo arruinaba las ilusiones de los novatos de primero de filología dando clases en latín (“hoc librum est in Plaza Mina”) y poniendo verdaderamente difícil lo de tomar apuntes.

Muchos andaban enamorados de Encarna, profesora de latín.

En el bar había dos mesas, blancas y fuertes. Las pusimos a prueba varias veces usándolas como tarima improvisada.

Ramón y Lumi se querían.

Flora pintó la rayuela.

El Bombilla hizo de alcalde de París.

Carmen Valle, tesinanda de Cortázar, dio una conferencia.

Eladio también dio una conferencia, ésta sobre la copla de Dña. Concha Piquer.

Del lado de allá quedó el mate, los tangos de Susana y el Monolito de Buenos Aires.

Del lado de acá, el Arco del Triunfo, el Molin Rouge y el Restaurante Maxim´s, por un día de Manolo y Pepi.

Y última foto: todos, absolutamente todos (menos los de siempre, claro) fumábamos.

mayo 06, 2006

Acción de gracias: manual de supervivencia


La presentación del nuevo libro de Ana Rodríguez de la Robla, Acción de gracias, (colección Libros de bolsillo de la Diputación de Cádiz) tuvo lugar el pasado miércoles, 10 de mayo, a las 20,00 hs., en el Baluarte de la Candelaria (Feria del Libro de Cádiz).

La solapa de Acción de gracias recoge con cierto detalle lo que del currículo de Ana Rodríguez de la Robla hay que saber. Y, por su parte, el prólogo de Jaime Siles desentraña con nitidez, rigor y erudición poética las claves esenciales de estos treinta y dos poemas. Una y otra circunstancia tendrían que hacer que yo me preguntara “¿qué hago aquí?” Las respuestas a lo cual son, no por sencillas, menos trascendentales.

En primer lugar, los textos citados que arropan el libro me permiten obviar el extenso currículo de la autora y la bibliografía que habría que ir citando para explicar cada signo y cada significado, lo que me sitúa en condiciones óptimas para cumplir el compromiso de no extenderme más allá de los quince minutos suplicados por Jesús Fernández Palacios.

En segundo lugar, me honra contribuir a que este libro se presente en Cádiz, no sé si el espacio que lo vio gestarse, pero indudablemente el espacio y el tiempo al que Acción de gracias pertenece. Y hablaré de eso luego.

En tercer lugar, me honra todavía más que Ana Rodríguez de la Robla me haya invitado a esta presentación con la intención explícita de que hable, no de los habitantes de su libro (Gamoneda, Adriano, Píndaro, Esquilo…), ya identificados magistralmente por Siles en su prólogo, sino de los habitantes del corazón y de la memoria que han tejido estos versos y a los que podría presentarles, uno por uno, en riguroso orden alfabético, a saber: amor, angustia, barbarie, derrota, deseo, desesperanza, esclavitud, esperanza, liberación, lucha, melancolía, memoria, soledad y sufrimiento.

Y en cuarto lugar (the last but not the least) presentar hoy Acción de gracias me otorga el placer extraño de hacer lo que me da la gana, desde la intuición de que a la autora le ocurre algo semejante, y desde el convencimiento de que Ana Rodríguez de la Robla y yo hemos llegado simultáneamente a la conclusión de que no nos queda más remedio que hacer lo que nos dé la gana.

Esa exacta sensación fue la que tuve cuando la conocí, en el verano de 2005, en el Puerto, y en el marco de unas mesas de trabajo sobre gestión cultural, en donde Ana –recuerdo- arrancaba explicando de forma sistemática cómo proceder en la empresa de la cultura, y terminaba proyectando en un powerpoint un poema lúcido y emocionado sobre la cultura.

Extraño, pensarán. Sin embargo, al abrir hace unos días la primera página de Acción de gracias y encontrar la cita de Huizinga pude comprender lo que en aquel momento sólo me conmovió. “De no querer entregarse a una dura barbarie, era necesario encajar los sentimientos en formas fijas” refiere Huizinga en Homo ludens, un libro luminoso y académico, poético y riguroso, intuitivo y sistemático. Homo ludens explica el paso del estado primordial del individuo en la Edad Media (el espanto de la muerte, el temblor del amor) a otro estado primordial encauzado por la canción y el juego, por esas “formas fijas” que nos permiten –si instalamos en ellas los sentimientos- perder el miedo.

El ser humano que explica Homo ludens es el que renuncia a la batalla que sabe perdida, la que lo desangra, y renuncia a todo triunfo que suponga la muerte del otro, consciente de que eso no va a proporcionarle la vida. Por eso las palabras del Réquiem de Rilke que Ana convoca para emparejar la cita de Huizinga son tan perfectas, tan reveladoras de que el miedo de cada uno, en cada vida, sólo puede ser calcinado por una estrofa que organice los temores: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo”.

Acción de gracias reivindica así el luto despreciado por la modernidad, el luto blanco del rito y del responso, el que da consuelo no por simple agotamiento del llanto, sino porque –tomándose su tiempo- ordena la memoria, organiza los sentimientos y orienta el dolor hacia una “forma fija”, una canción con metro y ritmo propios que deja hecho trizas el espanto ante la muerte.

Con absoluta coherencia, los tres poemas que abren Acción de gracias sitúan esa experiencia universal en el modo de oficiar y de sentir particular de la autora, y en su tiempo específico. “Poética”, “Antipoética” y “Telar” son así la tesis, la antítesis y la síntesis del proceso vivido, y el hogar poético en el que hay que entender que se han cocido los demás textos del libro.

“Poética” está edificado sobre las rejas del estilo, desnudas de memoria, hábiles para acoger en todas las sintaxis posibles lo que nos conmueve. “Antipoética” habla del color, del olor, de la sangre y de la saliva, tan inaprensibles siempre. “Telar” da la solución, ordena los vendavales y encauza las corrientes. Es un poema que detalla ese viaje de un estado primordial de abatimiento a otro de lucidez, el final del luto.

Poemario, por tanto, transido de principios fundamentales, asegurado sobre sólidos pilares de reflexión, consciente hasta la última coma. Y sin embargo, poemario privado, a ratos onírico, diario casi sonrojante de una intimidad desde la que cualquier otro poeta, al caer en ella, daría al traste con el sentido virtual de su literatura.

El milagro, aquí, es convocar a Haendel, a Robert Walser o a los esdrújulos latinos sin que los renglones de la historia nos velen el descubrimiento del poema. Y convocar, a la vez, la propia consciencia de saberse santa y perversa, noble y mezquina, asesina y apuñalada, sin que la verdad privada manche con sus secretos desvelados la naturaleza ficticia connatural al texto.

El milagro lo hace la barbarie, eso que nos llega a la vez que la melancolía del verano infantil y que nos estremece dejándonos solitarios en un mundo inmenso (“La soledad del mundo era una playa”). Lo hace la tiranía, que no es sino la capacidad que le reconocemos al amante cuando su beso es como un relámpago en las venas y su cobardía como un cuchillo sobre la mesa. Lo hace el abandono, que es lo que sentimos cuando despega el avión y la ciudad que dejamos, en un picado cinematográfico, se nos vuelve absurda para la felicidad. La nausea, la sangre derramada y los desperdicios del corazón, que son las sustancias de colores concretos que nos certifican el sufrimiento.

Y esta madeja de cosas, como digo, ordenadas en el telar, devienen en Acción de gracias en una narración luminosa, triunfante en el sentido que Rilke da en la primera página a las victorias, que podría tener como colofón –para mí lo tiene- un verso de no recuerdo quién pero perfecto: “Todo lo que perdí me pertenece”.

Por eso Acción de gracias no es un libro triste –como me apuntaba Ana equivocadamente en un correo electrónico y sin embargo conmovedor-, sino un manual de supervivencia en el que quien escribe (turista accidental, como todos) ha tenido la fortuna de celebrar en “formas fijas” las necesidades primarias que a otros atormentan: amar y sobreponerse.

El poema, como decía Ana en otro correo reciente, una vez escrito vuela y significa solo. Eso pasa también con el tiempo del poema que, escrito en un aquí y en un ahora, adquiere su propio tiempo. Me da la impresión de que hoy es el tiempo exacto de Acción de gracias. Y eso me lleva a pensar que a lo mejor estamos aquí no porque no nos quede más remedio que hacer lo que nos dé la gana, sino porque, afortunadamente, no nos queda más remedio.


Telar

En el principio fue la noche del objeto,
la materia adivinada entre las sábanas,
tras lo imprevisto de la mano junto al ojo
y el mar azul que inmerecido se deslizaba por el pómulo.

La palabra llegó mucho más tarde,
cuando las letras todas yacían sorprendidas
en un cieno de desórdenes sintácticos
reflejo del otro: ése que también me explica
y me inicia cada vez que me levanto
y me asomo a la ventana y digo
otra vez estoy aquí.

Ahora una malla tensa me sirve como cielo y me protege,
me aísla de las paredes sin retratos,
de la infamia de la sonrisa dividida,
de la sangre que corre loca hacia el desagüe.

Malla trampa mortal, escandalosa, de escribir.

(De Acción de gracias)

mayo 05, 2006

Cambalache Jazz Cádiz


Antonio de Cos (Cádiz, 1978) acaba de estrenar en Cádiz y Madrid su primer documental, 20 años no es poco: Cambalache Jazz Club. Su experiencia en la realización cinematográfica comienza con un corto anterior, Por las venas de la noche, y se proyecta con ilusión e inteligencia hacia lo que pronto será su primer largo, Me debes la vida.

20 años... recoge -en un formato consagrado por Trueba en El milagro de Candeal- escenas de la música y la vida -diurnas y nocturnas- de Cambalache, un lugar encantado que se enrosca entre las calles antiguas del Cádiz más fenicio desde hace veinte años, y en el cada madrugada, desde entonces, un piano, un bajo, una guitarra o una voz han dado cobijo feliz a sus parroquianos.

Comandado por Hassan, un oriundo de Casablanca que vino, se enamoró, quedó vencido y cuenta su historia con un delicioso acento suratlántico, Cambalache se ha generado a sí mismo como un espacio local en el que se reproduce lo más primario y universal: la necesidad de amigos y la necesidad de música. Deviene así en un acogedor cruce de caminos sin salteadores y en un paisaje interior confortablemente multirracial.

Todo eso, y sobre todo el llanto y la alegría simultáneos del jazz o del flamenco, ha sabido retratar con talento Antonio de Cos. Cincuenta minutos para desabaratar las fronteras de las modas estúpidas o de los géneros, y para obtener una foto fija del convencimiento de que más vale morir que vivir sin la propia melodía.