abril 25, 2006

José Manuel Benítez Ariza, el nombre exacto de las cosas


Presentación de José Manuel Benítez Ariza en el ciclo Pliegos de agramante
(Jerez, Fundación Caballero Bonald, 19 de febrero de 2004)

He leído en algún sitio una frase oportuna: lo humano no es la duda, sino la contradicción. Aparte de su discutible certeza, aparte de su incluso rancio sabor a adagio tradicional, me viene muy requetebién para arrancar en una labor que me asusta: presentar a José Manuel Benítez Ariza. Como sé bien que lo verdaderamente humano es el miedo, no tengo reparos en decirles que esta situación me asusta por varias y concretas razones: por ser quien es quien presento, por ser poeta, por ser mi amigo y – a lo mejor, quizás, sobre todo- porque lo hago delante de poetas que van a juzgar cómo juzgo yo a un poeta. Como sé también que lo verdaderamente humano es el amor (y el arte, de paso) acabo postergando todos esos temores y me dejo seducir por la oportunidad de presentar a José Manuel Benítez Ariza al hilo de sus contradicciones que, para mí al menos, son las que lo hacen poeta, o en todo caso son las culpables de que yo, al fin y al cabo, lo quiera.

El obligado memorandum se impone. José Manuel Benítez Ariza nació en Cádiz en 1963. Eso significa, por ejemplo, que tiene memoria cierta de la primera huella del hombre en la luna y que la luna sigue siendo para él una indescifrable naranja arrugada que brilla en la ventana. Eso significa que cuando tuvo veinte años fue ateo y frecuentó dos templos: los pubs y los cine-clubes, quién sabe si a la búsqueda de lo mismo. Significa también que no conociera el paro laboral y que, por tanto, El apartamento le parezca una película de amor. Y significa, en fin, que –como todos los que nos mecemos en la cuarentena- suele dejarse llevar por la melancolía y por un claro desafecto hacia las generaciones colindantes, tachando de cobardes sexuales a los del sesenta y ocho y de toscos y ágrafos a los nacidos después del setenta y cinco.

Aparte de estos errores sentimentales, de los que sólo la edad ha sido responsable, la creación literaria de José Manuel resulta desbordante. Y he aquí la primera gran contradicción. En un pequeño poemario publicado precisamente en Jerez en 1988, leo “la verdad sea dicha, escribo poco y despacio. Paso largas temporadas sin escribir y, en los períodos en que digo que estoy haciéndolo, puedo llegar a redactar, como máximo diez o doce poemas, de los que acabaré desechando la mitad”. En 1988 yo conocía muy poco a José Manuel. Acaso era, en aquella promoción de filología que compartimos, El Poeta, hombre silencioso al que unos cuantos progres (pero, sobre todo, gamberros) pedíamos que leyera sus creaciones sobre la tarima, entre clase y clase. En muchos años no pude comprender por qué nos obedecía. Luego entendí que no nos obedecía, ni mucho menos, sino que nosotros éramos los oidores obedientes de su coquetería literaria y de su vanidad. Y no otra cosa son esas palabras del 88, que con su disfraz de atonía creativa dan el preámbulo a unos años donde –estén al quite- este hombre de poca letra ha llegado a publicar: cinco libros de poemas (Las amigas, Cuento de invierno, Malos pensamientos, Los extraños y Cuaderno de Zahara), dos novelas (La raya de tiza y Las islas pensativas), dos libros de relatos (La sonrisa del diablo y El hombre del velador), dos volúmenes con sus ensayos sobre cine (La vida imaginaria y Me enamoré de Kim Novak), un sinfín (y pueden contarse por centenares) de artículos, reseñas y colaboraciones periodísticas; y, por otra parte, una serie de traducciones esmeradísimas y brillantes de Kipling, Conrad y Henry James. Yo, que quiero seguir siendo su amiga después de esta presentación, me lo he leído todo.

No sé, por tanto, a qué llama José Manuel Benítez Ariza “escribir poco”. Tampoco tengo muy claro qué considera “escribir bien” porque nuestras discusiones sobre literatura son tan bizantinas y tediosas para quienes las sufren que no nos llevan a ningún juicio sereno, y más bien acaban abocándonos, tras varias horas de enredar, al arrepentimiento de discutir sobre lo que más bien nos une. Sí tengo muy claro, sin embargo que este invitado de hoy a Pliegos de agramante es un grandísimo escritor, y tengo clarísimo que es uno de los mejores poetas en castellano de la segunda mitad del siglo XX, si me apuran a que ponga etiquetas de historiografía literaria.

Podría demostrarlo. Lo voy a intentar, de hecho, en los próximos tres minutos. Y luego me callo.

¿Qué es un poema? Probablemente un trozo nítido, exacto y verdadero de realidad que a la mayoría de los mortales nos está negado contemplar por nuestros propios medios. Quiero decir que casi todos (todos, menos el artista) vivimos fiándonos de las apariencias y atravesamos la vida dando pasos de sonámbulo y guiándonos por lo que nuestro torpe tacto nos dice del grosor de la pared, de la altura del escalón o de la proximidad de la esquina. En un poema, en cualquier poema de José Manuel, en todos lo poemas de Garcilaso, en los sonetos de Lope de Vega, en la Oda I de Fr. Luis de León o en muchos versos de Eliot, por ejemplo, lo verdadero es sustancial; y la esencia de las cosas, y su feliz significado, se muestran como en un cuadro en el que el pintor ha prescindido del paisaje, del personaje, y hasta del color para decirnos cómo es verdaderamente una tarde de septiembre.

La cárcel del verso, el soneto, cuando cae en manos de un poeta, revela admirablemente esta cuestión. Yo quiero leer un soneto de Benítez Ariza que da el nombre exacto de las cosas. Se llama IGLÚ.

Del exterior hostil, del invierno que excita
el hambre de las fieras, de la nieve
que confunde la ruta del cazador tardío,
de la noche polar, de las ventiscas

depende la existencia de la casa de hielo,
extraña construcción que nos protege
del frío, de la nieve, de las fieras, del bárbaro
cazador sin fortuna y de la noche.

Para los que habitamos estos climas difíciles
se construyó. Tan sólo en este mundo
puede darnos cobijo y ser su nombre,

la palabra esquimal que lo designa,
intraducible en todos los idiomas,
la idea más exacta de la felicidad.

¿Lo ven? Es lo que quería explicar. Y voy, con esto, a subrayar otra contradicción. Dice José Manuel en algún sitio que sus poemas “cuentan cosas”. No estoy de acuerdo. Creo que sus poemas dicen cosas, entendido el “decir” en el sentido más certero del bendito verbo. O mejor: sus poemas, revelan cosas. Re-velar, esto es, descubrir o manifestar lo ignorado o secreto. Y sucede que, para que esto ocurra, este hombre tiene que contemplar sus propias referencias con mirada cinematográfica, como contempla Drácula, King-Kong o La diligencia, de los que concluye en ensayos verdaderamente reveladores para los que vimos y nunca vimos la película, y en apreciaciones que son versos, versos extremadamente simples y perfectos como éstos:

“El tiempo tiende a igualarlo todo, pero no de una manera inocente”
“Al terror le sienta bien el cine mudo”
“Salimos del cine con la secreta esperanza de no encontrárnoslo por la calle”
“Un tren, ya se sabe, se convierte en un mundo aparte en cuanto se pone en marcha”
“Que una película para niños cumpla sesenta años da que pensar”

De lo cual deduzco yo –y casi con toda seguridad disintiendo de José Manuel- que esta lucidez de sus poemas se genera en la confusión, de ahí su ir y venir entre fantasía y realidad, entre cine y salas de cine, entre las letras y la literatura... Y su tozudez en contradecirse, para poder darle la razón a todas las miradas que lleva dentro.

Contradiciendo ciertos principios de nuestra amorosa enemistad, debo concluir en que es para mí un auténtico honor (y una muestra de confianza que no merezco) presentar en Pliegos de agramante a José Manuel Benítez Ariza. Que a continuación –no lo duden- pasará a llevarme la contraria.

Algeciras, territorio de narradores


Presentación del libro de relatos de Manuel J. Ruiz Torres, La cuerda floja (Fundación Municipal de Cultura José Luis Cano, 2004)
Algeciras, 30 de abril de 2004

Presentar un libro –no nos engañemos- es esencialmente, para quien lo presenta, un acto de exhibicionismo como lector, y en buena medida también una prueba: ¿es el presentador un lector competente? ¿sabe desentrañar del texto las pistas que el autor consciente o inconscientemente ha ido esparciendo y que le dan a la lectura un sentido? ¿comunica al público su admiración por el libro y prepara bien el terreno a futuros lectores?. Todo eso. Lo cual da una idea de hasta qué punto el presentador, como cualquier lector al fin y al cabo, pero en este caso en público, al hablar del libro, habla, sobre todo, de sí mismo.

En la misión que se me ha encomendado de presentar el tercer libro de relatos de Manuel Ruiz Torres, La cuerda floja, este exhibicionismo se hace hipérbole, hasta el punto de relegar lo de ponerse a prueba a un segundo plano. Me explico. De los relatos de La cuerda floja conozco su génesis, sé que fueron antes de ser escritura; a algunos de ellos he podido leerlos a medida que se hacían, conociendo una tarde un inicio, un personaje, y añadiéndose, en los días siguientes, el resto de las voces, de los espacios y de las anécdotas hasta hacerse cuento; y hay más: mi propia vida, mi memoria, algunas de mis penas más íntimas y muchos de mis más felices recuerdos son referentes aquí proyectados. No diré que La cuerda floja habla de mí (se que la ficción, en cuanto que ficción, gracias al cielo es mentira), pero les puedo asegurar que, como protagonista o como testigo, personajes de estos cuentos que no llevan mi nombre hablan con frecuencia en mi nombre, lo cual, antes que nada, agradezco profundamente al autor, que aquí también, a través ahora de la literatura, me explica cosas que yo nunca supe explicar.

Puedo, en fin, hablar de La cuerda floja desde esa atalaya privilegiada que les cuento, pero siendo Algeciras la ciudad donde se estrena el libro estoy obligada, antes que nada, a hablarles de la intimidad que entre este territorio y el hecho de narrar existe, algo que por descontado puede ayudarnos a conocer ya ciertas claves de esta colección de relatos.

Llegué por primera vez a Algeciras de la mano de Manuel Ruiz Torres hace diecisiete años, comenzando entonces un descubrimiento que todavía me depara algún elemento nuevo cada vez que cruzo la frontera mágica y nebulosa de Pelayo y visito –siempre con la sensación de que se trata de un sueño- esta ciudad. La primera vez que dormí aquí lo hice en un piso franco, frente al parque, en el que convivían un grupo de opositores a funcionarios de prisiones, unos cuantos poetas y algún periodista. La casa, al menor uso del cuarto de baño, se inundaba como el Macondo de García Márquez en la época de las lluvias torrenciales y, como en aquel Macondo, las gentes que la habitaban seguían placenteramente su vida con dos palmos de agua bajo sus rodillas. La primera vez que vine a la feria me asombré viendo cómo, a altas horas de la madrugada, un grupo de británicas dirigidas por un particular coreógrafo algecireño, ganaban un concurso de sevillanas, al término del cual una popular tienda de lencería femenina repartió bragas de fantasía entre el público. Otra vez, de la mano de Juan José Téllez y de Guillermo Pérez Villalta, me sobrecogió el alma contemplar la capilla levantada por El Niño de las Coles en medio de un descampado de los alrededores de la ciudad: toda una ermita construida con puertas, barandales, cabeceros de cama, restos de sillas y un sinfín de material de presunto desecho al que ni yo ni nadie que no haya nacido aquí imaginaríamos convertido en arte.

No sé si me explico. Muchas más escenas como éstas de las que hablo son las que me dan una idea cierta –pero siempre onírica- de Algeciras, a la que irremediablemente tengo que vincular a la literatura aunque ustedes, los algecireños, vivan con normalidad este estado surrealista de la existencia.

Siendo la literatura un estado virtual de las cosas, en el que las cosas deshacen sus relaciones lógicas –quiero decir- para reordenarse en una nueva lógica que es el arte, esta tierra es eminentemente literaria y, más concretamente, pura narración. Es lógica, por tanto, la abundancia y la calidad de sus narradores, y la inclinación de todos ellos por un relato en el que dicen no inventar nada, sino simplemente llevar al papel lo que ven. Manuel Ruiz Torres es uno de ellos –me parece que el mejor- y esta Cuerda floja una muestra de esa percepción literaria esencial de la que hablo.

Los nueve relatos que forman el libro no parten de un referente exótico ni críptico: las anécdotas recorridas –soy testigo, como les he dicho- son parte de la cotidianidad de cualquiera de nosotros. Sin embargo, en el proceso de la alquimia, La cuerda floja deviene en un espacio circense en el que, desde el primer número hasta el último, desfila todo un universo imaginario: los arriesgados acróbatas, saltimbanquis venidos de los más lejanos rincones del mundo, un bestiario de animales salvajes del todo cinematográfico, o un avezado prestidigitador que provoca el misterio y el asombro haciendo aparecer y desaparecer ante nuestros ojos gigantescos objetos. Como en otros libros del autor, éste pide una inmersión completa, reclama ser leído de cabo a rabo, porque la primera página y la última son puertas de entrada y de salida a una inmensa cueva –o a un circo si quieren- en la que vivimos una experiencia trascendental de la que podemos salir transformados. Léase aquí que la aventura está contada, entonces, en los términos en los que por muchos siglos se ha planteado. Léase, entonces, por no remontarnos demasiados siglos atrás, que el espacio clausurado de los nueve relatos reproduce el de la Peña Pobre del mítico Amadís de Gaula, en la que el héroe permanece cuarenta días y cuarenta noches delirando y, en el delirio, accediendo a la revelación de la verdad; léase que también reproduce el de la Cueva de Montesinos, habitada por el delirio de Don Quijote en imitación de Amadís; o asimismo el viaje a las tinieblas de Virgilio de la mano de Dante.

La literatura como viaje iniciático impone además, una serie de convenciones que aquí se cumplen a rajatabla. No sólo en la colección, también en cada uno de los relatos existe, lo primero, un entorno espacial que limita las fronteras de la experiencia y, en ese espacio, unos personajes que, en el tiempo que dura la aventura, viven en una identidad ajena a su devenir cotidiano: igual que Amadís no es Amadís, sino Beltenebros, en lo que dura su delirio; o igual que Don Quijote no es Don Quijote, sino El Caballero de la Triste Figura, en lo que dura el suyo. Ese convencimiento de que lo literario sólo tiene posibilidad de existir en un universo clauso, que escapa a las coordenadas de la realidad percibida por los comunes, es lo que me parece que debe este autor y otros al espacio onírico del Campo de Gibraltar en el que han crecido. Piensen por un momento: viven todos ustedes en un territorio marcado por las fronteras, más allá de la cuales existe otra cosa muy distinta: la frontera geográfica de la Sierra que los aisla, la frontera política de la Roca, lindando nada menos que con un imperio extraño, la frontera del mar, adosada a un continente con otro color y con otro dios. Irremediablemente, debe ser así la literatura que desde aquí se genere.

Y voy a lo concreto. Cada uno de los cuentos de La cuerda floja es, en definitiva, un espacio para la aventura en el que conocidos, amigos, familiares, vecinos, el propio autor y –como les decía- yo misma, viajamos transfigurados en otros nombres cuya falsedad –cuya literariedad- hace posible la comprensión de la anécdota real que da vida a cada relato.

Una noche de carnaval, por ejemplo, limitada entre el ocaso y el amanecer, revela a Ágata el verdadero significado del amor, incomprensible para ella en el trajín cotidiano de la supervivencia: eso pasa en Acróbatas. El día de la primera comunión y, en un espacio muy constreñido, el del tranvía jardinera que recorre el camino de Cádiz a San Fernando, revelan al niño el verdadero significado de la muerte, incomprensible para él en la abstracción del cuerpo de Cristo que le espera en cada misa dominical: eso pasa en Recordatoria. El territorio estrecho de los escasos veinte kilómetros que separan Europa de África revelan al inmigrante el sentido de su riesgo y nos dejan, a los lectores, acceder a la verdad de la vida: eso pasa en Horizontes lejanos. Sólo los límites del jardín permiten respirar al abuelo de Abel, para quien la frontera de la calle es la amenaza de la confusión y la certeza de la asfixia: eso pasa en El jardín de las hortalizas. Sólo es posible entender la envidia, la crueldad y la bondad del ser humano en el clausurado espacio de un pequeño bloque de viviendas, parábola definitiva de las guerras y de los acuerdos: eso pasa en La perrera. Únicamente, en fin, en la atrincherada soledad de un pueblo de la Sierra es verificable el peso de la memoria y de la historia de todos en cada uno de nosotros: eso pasa en El robo de la custodia.

Sabiendo como sé que la lectura recurrente de Manuel Ruiz Torres es el Robinson Crusoe de Defoe; y sabiendo que su imaginario infantil se ha hecho en esta otra isla que es Algeciras, me parece lógico, por tanto, que su narración se haga siempre desde la autoridad con que un Robinson integra a otros posibles habitantes de su soledad. Todos los personajes de La cuerda floja fueron un día personas que arribaron a la costa del autor y a los que él, incapaz de interpretarlos desde la realidad de la que emergían, cambió el nombre y el oficio, haciéndolos literatura: “Te llamaré Viernes”.

abril 22, 2006

Match point, el anillo en el agua


Match point (Woody Allen, 2005)

Es el punto de partido, el que decide un set, un partido, y definitivamente la victoria o la derrota. Por el título, las sugerencias de la voz en off y la alegoría visual parece que la película de Allen retrata la suerte. No es así. O es también otro retrato, el de la desesperación. Y es una fábula, una suerte (ahora sí) de fábula moral sin moraleja.

Chris Wilton ingresa en el mundo adulto del amor desesperado (¿hay otro?) en el mismo momento en que ve por primera vez a Nola Rice, frágil ésta para devolver la bola de pin-pon, pero de sobra poderosa para que Wilton no tenga más remedio que arrojar su anillo al agua. El camino de Chris, desde ese momento, no es el de la ambición desmedida que todo lo arrasa, sino el de la desesperación humana, consustancial al cuerpo (el alma se perdió con el anillo) y habitada de sudor y de lágrimas. Por eso, cuando en el penúltimo momento el anillo no cae al agua, no es la suerte quien gana, sino el azar, que lleva al tenista abatido a la única salida posible: la derrota.

abril 21, 2006

Manuel J. Ruiz Torres: la foto, la luna, el cuento y el libro


Presentación del libro de relatos de Manuel J. Ruiz Torres, Foto en la luna (Algaida, 2003)
Chiclana, Fundación Quiñones, 17 de marzo de 2004

Quisiera que esta presentación de Foto en la luna tuviera el sentido político que cualquier acto público desarrollado en estos días debiera tener. Sé que su autor, Manuel Ruiz Torres, no desdeñará este propósito y, aunque no conoce de antemano mi presentación, sí conoce que conozco perfectamente su literatura, y por lo menos sospecha que no voy a dejar pasar la oportunidad de exponerles cuánto de compromiso hay en la misma.

Hace menos de una semana murieron doscientas personas en Madrid. Inmediatamente antes, y a lo largo de un año, ni se sabe cuántos inocentes más han ido muriendo en Irak. Éstos y aquéllos se han hermanado en la muerte, bajo una misma injusticia y una misma mentira, y son los mismos difuntos que todos, de la misma manera, debemos llorar. Si el escritor no se hace eco de lo que está pasando, el arte no tendría sentido. Así pensaría Fernando Quiñones –pensé el lunes por la mañana, cuando lo recordaba, como cada día, al pasar por la Alameda, y le dedicaba el pensamiento alegre de la derrota electoral de la derecha-. Así me parece que se piensa en estos relatos de Foto en la luna, en los que el dolor personal se hace uno con el dolor de los otros, y el presente particular se explica con particulares y colectivos pasados históricos.

Manuel Ruiz Torres –para quien no tenga antecedentes- llega a Foto en la luna de una manera muy lógica y natural, como Blas de Otero llegó un día a la poesía del compromiso (el hombre que bajó a la calle y rompió todos sus versos) y como Cervantes, también, se lió la manta a la cabeza, depuso sus particularidades neuróticas y acometió la empresa de contar la contrautopía de su época: la dificultad para ser libre. Llega –como digo- este escritor tras un recorrido que parte de poemas intimistas, poemas sin paisaje (sólo el tú y el yo amoroso, y sobre todo el yo), y recorre una transición en Atributos masculinos, su anterior libro de relatos, en el que el yo es, antes que una verdad, una impostura gramatical para entender a los otros.

La siguiente parada, Foto en la luna, deviene así necesaria. En el otoño de 1999 el escritor visita una exposición de fotos lunares en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Aquellas fotos inmensas, en la tiniebla grandilocuente de las luces violetas, dan expresión a la búsqueda intuitiva de un nuevo lenguaje, el de estos relatos. Hay una foto especial, una foto de una foto, una foto del suelo lunar sobre el que reposa una foto de una familia americana –la del astronauta que hace la foto- que, al ser contemplada, comienza a convertirse en la clave del discurso del libro aún no escrito. El discurso de Foto en la luna se va haciendo así en la recurrencia de esa imagen; no sólo la imagen de la exposición, sino la de la escena completa: un yo (el del escritor) que contempla –y comprende- a otro yo (el del fotógrafo astronauta) que contempla y trata de comprender el sentido del todo, del universo, procurando de esa manera comprenderse.

Cada uno de los relatos de este libro repite esa misma imagen. La luna, la inmensidad oscura del cosmos, es, alternativamente, la época de la revolución de Trostky, o el desierto africano atravesado por inmigrantes, o el hospital atiborrado de vidas heridas, o la casa grande en perpetuo luto, o el Océano Atlántico. La foto fotografiada sobre la luna es la del niño sacando los peces de la pecera para que respiren, la del bedel de la Biblioteca gaditana, la del hombre encaramándose a la patera, la de la cincuentona enamorada, la de Zita, la de Héctor y la de Natalia. Quien hace la foto es el hombre que escribe y que, al hacerlo, se disuelve en las vidas y en los momentos de los otros, compadeciéndose y comprometiéndose.

Foto en la luna, por tanto, es literatura comprometida. Entendamos que el compromiso literario no es panfleto denotativo, sino discurso solidario que se rasga las vestiduras por la libertad de los demás y por la propia. Y entendamos que el deber social y personal del escritor es organizar el pensamiento de los desorganizados (de los que no somos escritores) y hacer que, al menos en el arte, todo tenga sentido.

Esta facultad de organizarnos el pensamiento a los lectores está en ciertos escritores cuyo sentido del relato breve trasciende en mucho el concepto de pieza suelta en la que ocasionalmente volcar un argumento, una anécdota o un sentimiento. Y que también operan con una vinculación muy íntima entre el referente de la realidad del que parten y el propio texto. A mi entender, el inicio probablemente esté en la narrativa de Boccaccio, en el Decameron, en el que el autor enmarca sus relatos en la interlocución de un grupo de cortesanos retirados en una quinta desde la que huyen de la miseria física y moral que asola Florencia. Sigue con Cervantes, con sus Novelas Ejemplares, enmarcadas en el diálogo sabio de dos perros, Cipión y Berganza, y se reitera en algunos autores del Siglo de Oro, cuya confusión de fronteras entre realidad y fantasía, entre géneros narrativos, poéticos y ensayísticos, los llevó a la feliz invención de la novela.

Recuerdo que, cuando presenté El coro a dos voces, la obra de Fernando Quiñones me sugirió la misma relación. Y creo que Foto en la luna sigue el mismo camino, quizás por la influencia (reconocida por Ruiz Torres) de los caminos trazados por Quiñones en su narrativa.

Creo, pues, que la organización de estos relatos de Foto en la luna, su disposición voluntaria, pide una lectura global, que aproveche la interlocución entre los distintos textos. Y pide dejar para el final el último relato, Río Negro, el que une las dos orillas, el lado de acá y el lado de allá, y el que condensa cuánto de vida ajena y de vida propia, de presente y de pasado hay en el libro.

Me alegro mucho de presentar Foto en la luna este 17 de marzo. Y agradezco sinceramente al autor que me lo haya permitido. Mi lectura del libro ha organizado decisivamente mi condición de ser social. En otras palabras, me ha ayudado a comprender a los otros, y ahí –nada menos que ahí- se concentra el compromiso literario. Espero que a ustedes les pase lo mismo.

abril 14, 2006

Rosa Regás o la búsqueda de la propia melodía


VIVA -AL MENOS HOY, 14 DE ABRIL- LA REPÚBLICA

Para las personas que no nos fiamos de la Biblia, hay textos fundamentales, libros a los que acudimos en momentos de duda, palabras para calmar la desazón, palabras balsámicas, como las que la gente de fe encuentra en los santos evangelios. Para mí, uno de estos libros es Sangre de mi sangre, escrito por Rosa Regás en 1998 y cuyo subtítulo (La aventura de los hijos) no llega a explicar ni en una mínima parte el alcance vital y la reflexión profundamente humanista que hay en sus páginas. En Sangre de mi sangre ya se encuentra uno de los pensamientos recurrentes de su autora, una máxima que algo más tarde daría título y voz a La canción de Dorotea, la novela con la que en 2001 Regás ganó el premio Planeta y con él (y según sus propias palabras) ganó tiempo: tiempo, el único bien que asegura desear de verdad. Esa máxima dice que cada cual ha venido al mundo a cantar su propia canción y que buscar su melodía y su letra es el único deber honroso al que podemos dedicar nuestra vida. Dice, ese pensamiento, en una cita de Sandor Marai que abre La canción de Dorotea, que el deseo de ser diferente de lo que eres es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. Que cantar una canción que no es la tuya, por tanto, es, por lo menos, desperdiciar la fortuna de vivir.
Fiel a este principio, parece que Rosa Regás tomó muy tempranamente, en los años oscuros del franquismo, la decisión de hacer lo que le diera la gana. No tenía más remedio. Por riguroso orden cronológico, crió y educó a cinco hijos, se licenció en Filosofía y Letras, trabajó unos años en la editorial Seix Barral, fundó y dirigió sus propias editoriales, La Gaya Ciencia y Ediciones Bausán, creó y dirigió un par de revistas (una de arquitectura), fue traductora free lance en Ginebra, Nueva York, Nairobi, París y otras partes del mundo, procuró cambiar de sitio y de vida cada cierto tiempo, sospechando que la felicidad está más cerca del echar de menos que del estar aquí, y en 1989, como el tiempo se le viniera encima, se sentó a escribir. Escribió quizá la novela que desde pequeña había deseado hacer, la letra de su melodía fue extendiéndose y extendiéndose, y siguió escribiendo novelas, libros de viajes, artículos, cuentos, ensayos... y diciendo su canción en programas de radio y en todos los medios de comunicación que tuvo a su alcance.
Cuando en 1994 Rosa Regás gana el Premio Nadal con su segunda novela, Azul, empieza a conocer la fama. Eso, en su caso, se traduce en que un público mayoritario queda seducido por la idea de que una mujer, frisando ya los sesenta años, se incorpore al panorama de la creación literaria con la ilusión, con la fuerza expresiva y con la imaginación con que lo haría cualquier autor de menos edad en las mismas circunstancias. Tanto o más que por lo que escribe, Regás comienza a interesar desde ese momento por lo que opina, por lo que piensa y por lo que significa. Y, para mucha gente, también por lo que recuerda.
De hecho, su intervención de hoy tiene, en principio, más que ver con la reflexión crítica sobre nuestra actualidad y nuestra historia que con su creación literaria, aunque una y otra cosa, para ella, no dejen, muchas veces, de ser una misma.
Hablo de compromiso. Social, político, moral... Porque si algo significa el verbo y la escritura de Regás es eso. No perdamos de vista, antes que nada, que Rosa Regás es una mujer de izquierdas (dice no saber ya qué hacer para ser más roja), republicana y antifranquista, todo esto sin matices y, sobre todo, con el entusiasmo y la firmeza de convicciones que su educación sentimental (tan dura como, en cierto sentido, privilegiada) le fue brindando.
Esa educación tiene un inicio determinante, el del exilio infantil en Francia, mientras que aquí ganaban terreno el silencio, la devoción y la muerte; prosigue en la Barcelona deshojada de los años cuarenta, de la que le ha quedado en la memoria (y en su penúltima novela, Luna lunera) la tristeza de la siniestra posguerra, las visitas al Tribunal de Menores y la amenaza del pecado. Y culmina (creo) en los años sesenta, formando parte de una Gauche Divine que (cito) “ya pasó a la historia, aunque seguimos pensando lo que pensábamos y creyendo en lo que creíamos”. Si para alguien se impone en este momento ajustar cuentas con un presunto rojerío de salón de la ya famosa Gauche Divine, quiero traer de nuevo a colación palabras de la propia Regás: “Nosotros no éramos de salón. Ninguno de nosotros era de familia poderosa, éramos todos profesionales interesados en lo que se hacía en el extranjero, tan lejano entonces, éramos profundamente antifranquistas, nos gustaba la transgresión del tipo que fuera y nos moríamos por salir del franquismo mojigato, asesino y cerrado, así que estábamos también por la diversión. Como éramos jóvenes y guapos, aguantábamos levantarnos pronto y acostarnos tarde. Así éramos”.
Sea como fuere, la Gauche Divine dejó en las personas que allí estuvieron lo que todo movimiento humanista que se precie deja: un profundo y completo sentido de la amistad. Hay así que entender a Rosa Regás entendiendo lo que fue para todos su amigo Carlos Barral, y atisbando lo que fue para ella, entenderla desde su admiración a Juan Benet; y entender las lecturas compartidas, las ansias compartidas de cambio político y la ilusión compartida por dar a sus vidas un sentido poético y libertario.
Supongo que en esta educación sentimental también está la raíz de la pasión por el viaje. Como en el Renacimiento los hombres empezaron a no entender el mundo si no lo veían con sus propios ojos, así a Regás le llegó una vez la curiosidad viajera y acabó convirtiéndose en culo de mal asiento. Su peregrinatio, como la de los antiguos relatos bizantinos, tiene alma, para entendernos: no es turística. Para Paul Bowles, la diferencia entre un turista y un viajero era crucial: el primero tiene fecha y billete de regreso, el segundo no. Los libros de viajes de Rosa Regás son así: sólo de ida.
Entiendo que, con esto, he cumplido con la tarea de presentarles a la mujer que ahora les va a hablar de romper el techo de cristal. Indudablemente, aquí voz y tema casan por completo. He leído en una entrevista reciente que, en su casa de Madrid, hay un cartel ilustrado con una mujer con camisa remangada, al pie de cuya imagen reza We can do it (podemos hacerlo). Así que estamos dispuestos a oír lo que a usted le dé la gana.


(Presentación de Rosa Régás en Cádiz, el 19 de noviembre 2002)

abril 10, 2006

¿Qué hay bajo los adoquines?


La primavera en Burdeos despunta decidida entre los raíles de un moderno tranvía recién estrenado del que presume, vanidosa siempre, la ciudad. La mañana se desenvuelve casi alegre por Ste. Catherine (la antigua vía romana que produce el espejismo de que Burdeos desemboca en España, y que vive de espaldas a París), y alrededor del monumento a los Girondinos, coronado éste por una alegoría de la libertad que rompe las columnas de la opresión, y flanqueado por dos fuentes de bronce: una dedicada a la República y la otra a la Concordia. Con tales credenciales, a Burdeos –vinatera, señorial, algo clasista- se le hace a veces cuesta arriba respirar a pleno pulmón los aires revolucionarios que emanan de la capital francesa y, sin perder la compostura, hace lo que puede.
Porque el gran problema de Burdeos es la humedad. Contra ella pelea el viento del sur pero, no siendo éste suficiente, los ciudadanos se han puesto manos a la obra y –aprovechando las obras del tranvía- han comenzado a rellenar el subsuelo con una gruesa capa de algo impermeable que definitivamente, dicen, acabará con la porosidad, esa misma que en Las Landas hace blanda y fértil la tierra y delicioso el vino. Bajo los adoquines de Burdeos, pues, se extiende poco a poco un manto de olvido e indolencia que menosprecia el pasado romano y medieval, que frena la generosidad acuática de la desembocadura del Garona, que ha borrado ya los trazos del Palacio donde viviera Leonor de Aquitania y que reserva, en exclusiva, para los museos la Francia que fue.
El campus universitario, construido peligrosamente también sobre los húmedos suelos de una parte de Las Landas, empieza a tener zonas impermeables. Los estudiantes, en una buena parte, no acuden a clase por temor a las represalias de sus compañeros, los más próximos (o “los mejor situados”) a la plataforma anti-CPE, los que tienen el poder de convocar, junto a los líderes sindicales, asambleas casi diarias en las que se decide si se cierran o se abren las aulas, si se mantiene o no el servicio de biblioteca o el de restaurante, si se celebran o no los exámenes previstos. En las horas que no hay asambleas o concentraciones, grupitos de alumnos leen o estudian desperdigados por el césped, y los más osados se parapetan tras una pila de libros en la sala de lectura durante horas, por si el examen cae de improviso mañana o pasado.
Bastantes profesores se sienten, más que nada, rehenes de unos dirigentes sindicales y estudiantiles que vigilan que no permanezcan más de unos minutos en sus despachos, a los que pueden acceder sólo vigilados y siempre que mantengan la puerta abierta.
Preguntados unos y otros menos en privado, sin embargo, asienten sobre la necesidad de mantenerse firmes contra la famosa ley de Villepin, e incluso de secundar sin miramientos una previsible huelga general. Se envanecen, además, cuando una española los contempla con arrobo sesentayochista y les explica la percepción romántica de sus revoluciones desde el otro lado de los Pirineos. Sonríen, en fin, y tras tomar una copa, de nuevo en privado, hacen la reflexión menos romántica del mundo, la reflexión política, la que los inviste de ese halo de ser la más añeja democracia. Reflexionan sobre lo que hay bajo los adoquines. Y plantean, por ejemplo, que Sarkozy, con la vista puesta en las elecciones de 2007, juega hábil el papel de rebelde, y que a De Villepin le ha tocado el de madrastra intransigente de un nuevo líder que, visto lo visto, va a salir triunfante al más mínimo reajuste que “consiga” hacerle al contrato del primer empleo. Sonríen y dicen que esto no tiene remedio.


Publicado en La Voz de Cádiz, el 24 de marzo de 2006